UNA REINA
EXTRAORDINARIA
Madrid, 10-09-2022
(Lectura rápida 😊)
[Publicado en El Debate, el 10-08-2022]
Las
dos grandes hojas de una enorme puerta se abrieron como por arte de magia
merced a dos criados del Palacio de Buckingham. Entré en una gran estancia
flanqueado a mi derecha por el Mariscal del Cuerpo Diplomático, el Embajador
Figgis, y a mi izquierda por un edecán circunstancial puesto a mi disposición
por la Reina británica. Los tres enfundados en
vistosos uniformes de gala.
Nada
más entrar pude divisar al fondo a Isabel II vestida con un elegante traje
verde. Junto a mis dos acompañantes me paré inmediatamente y los tres inclínanos nuestras cabezas como era requerido
por el protocolo de Palacio. En ese momento el Mariscal con una voz
potente me anunció: “His Excellency the Ambassador of the Kingdom of Spain”.
Acto seguido él y el edecán dieron media vuelta y me dejaron solo.
Avancé
varios metros y, tras pararme, hice mi segunda inclinación de cabeza. La Reina
me miraba sonriente desde aún algo de distancia. Avance hacia ella y, de nuevo,
como me habían explicado, incliné por tercera vez mi cabeza, tras lo cual
saludé a la Soberana y le entregué mis Cartas
Credenciales firmadas por Juan Carlos I.
La
Reina dio el sobre que las contenía a la única persona que le acompañaba, el
Subsecretario Permanente del Foreign Office al que yo había saludado en
su despacho unos días antes. “Yo acompañaré a la Reina porque cuando se entrevista con un representante de una potencia
extranjera no debe estar sola”. Lecciones del pasado en las que
algún Rey traicionó a su pueblo con ayuda foránea. Ahora sólo una curiosidad
más en el ceremonial muy elaborado de la presentación de las Cartas Credenciales.
Figgis velaba sobre el cumplimiento del protocolo establecido y ya me había
dicho unos días antes: “Trabajo solo para la Reina,
no para el Gobierno”.
Acto
seguido, Isabel II me dio la bienvenida y mantuvimos una pequeña charla en la
que le transmití un saludo de Juan Carlos I al que yo había visitado antes de
marcharme a Londres. La Reina me deseó una agradable y fructífera estancia en
su país. “Creo que ha venido usted acompañado” dijo la Reina y, tras asentir yo,
el Subsecretario se precipitó sobre un largo cordón que colgaba del techo junto
a un gran ventanal y tiró de ese timbre decimonónico. “Llamar al timbre es lo único que hago” me había avisado con cierto humor después de
ilustrarme sobre su rol de testigo y vigilante de la Reina.
La
enorme puerta volvió a abrirse y entraron cuatro de los miembros de la Embajada
de España en la Corte de Saint James a los que saludo amablemente. “Creo
que ha venido usted también acompañado de su esposa”, dijo la Reina. “Yes,
Ma’am”, respondí con la fórmula más usual de dirigirse a ella. Otra vez el
Subsecretario tiró del largo cordón y se abrió la puerta. Elena entró
elegantemente vestida de gris perla y con un gran sombrero. Hizo las tres
reverencias requeridas y a continuación mantuvimos una breve conversación con
la Soberana tras la cual nos retiramos. Ante la famosa puerta nos dimos la
vuelta y, por última vez, incline mi cabeza y Elena hizo su reverencia.
A
lo largo de mis cuatro años representando a España, de 2004 a 2008, en ese gran
país que es el Reino Unido, tuvimos Elena y yo muchas
ocasiones de ver y hablar con la Reina, siempre accesible, en actos
oficiales o de otra naturaleza como, por ejemplo, el famoso Garden Party o las carreras
en Ascot. Siempre era amable con los Embajadores acreditados en su país y
mantenía conversaciones de interés, nunca políticas.
Ha fallecido una gran Reina dedicada al
servicio de su país y de su pueblo y su propia dignidad ha permitido
sobrevivir a una familia real cuyos retoños a veces han olvidado la ejemplaridad
que ella representó desde que, veinteañera, sucedió a su padre por más de 70
años. Será difícil olvidarla y será difícil
sustituirla. Conservaremos Elena y yo, entre otras imágenes, la suya
charlando con naturalidad con la gente y en el Parlamento con ocasión de su
apertura solemne, sentada en su trono con una enorme corona sobre la cabeza que
centellaba con sus innumerables piedras preciosas ensartadas en ese símbolo tan
clásico de la realeza. Se fue una mujer
extraordinaria.
Carlos Miranda, Embajador de España