PEQUEÑOS
NAPOLEONES
Madrid, 29-10-2021
(No muy
largo de leer 😄)
Cuando
la Guerra Civil estadounidense, o Guerra de Secesión, a Abraham Lincoln le
ponía nervioso uno de sus generales, George
McClellan, que mandó unos pocos meses todas las tropas del Norte,
las de la Unión, desde noviembre de 1861 hasta marzo de 1862. Le acusaba, dice
Gore Vidal en su libro “Lincoln”, de arrastrar los pies para entrar en combate
contra las tropas del Sur, las Confederadas.
McClellan
tenía apego a una regla de oro de entonces que requería, para iniciar con
buenas perspectivas una batalla de esas de la época, con infantería cargando
con sus bayonetas después de una fase de intercambio de toda clase de
proyectiles, tener al menos una superioridad de 3 a 1 para atacar. Lincoln se impacientaba con su “timidez” combativa y le preguntaba con frecuencia, irónicamente, si
pensaba atacar alguna vez …
Sin
querer poner en duda la grandeza y la capacidad política de Lincoln, al que los
EEUU deben su unidad, esta impaciencia suya revela también que la interferencia
de los políticos en cuestiones que otra gente domina mejor técnicamente, sean
materias militares u otras, puede no ser siempre
positiva. McClellan acabó perdiendo la confianza política de su
Presidente porque sus resultados no eran los que esperaban en la Casa Blanca.
A
McClellan, que no era muy alto, le gustaba introducir su mano derecha en el
interior de su guerrera, a la altura del hígado, tras desabrochar algún que
otro botón, una actitud que recordaba a Napoleón Bonaparte, que hacía lo mismo en
el chaleco de su uniforme. Por ello, uno de los apodos que se ganó este general
americano fue el de “Little Napoleon”.
La
verdad es que pequeños Bonapartes crecen en todas partes y todas las
actividades humanas. Gente que le gusta mandar,
aunque sólo sean cabezas de ratón. El poder de decidir es un
atractivo muy humano y hasta necesario para su supervivencia. Decidir quién
entra en una discoteca, cuando pasa o no pasa un coche, llevar el volante de
ese coche o la caña de una embarcación. “Ahora mando yo”, decía en la calle una
niña de unos ocho años tirando de la correa del perro que su padre le había
confiado para entrar en una tienda. Ser el amo, incluso en una pequeña parcela,
“mola” a la mayoría y eso se nota mucho en
política.
El
proceso de elección puede ser democrático, pero las decisiones posteriores son
ya más personales, individuales del electo. No dejan por ello de ser
democráticas ya que pertenecen a las competencias del ungido con los votos. Otra cosa es que esas decisiones tengan calidad.
Lo
podemos ver en el reciente acuerdo entre el PSOE y el PP para seleccionar a
cuatro nuevos miembros del Tribunal Constitucional. Hemos
de felicitarnos porque anhelábamos que los dos partidos mayoritarios en las
Cortes acordaran suplir las cuatro vacantes existentes. Ambos
partidos tenían juntos la mayoría cualificada en el Parlamento para aprobar su
decisión democráticamente y se pusieron de acuerdo para ello, proponiendo cada
cual dos candidatos.
Las críticas no se hicieron esperar. Los
partidos no involucrados en la decisión se molestaron, pero no deja ello de
sorprender porque el procedimiento fue constitucionalmente impecable y,
siguiendo la condición de una mayoría cualificada, se respetó el espíritu de
que tuvieran que ponerse de acuerdo suficientes representantes de la izquierda
y de la derecha.
Sin embargo, otra crítica acerca de la
trayectoria de los jueces elegidos parece más legítima. Si bien no
invalida el procedimiento, plenamente constitucional y democrático, pone el dedo
en una llaga, la del partidismo.
Estos jueces seleccionados tienen trayectorias relacionadas con los partidos
que les han escogido y lo mismo ocurre en otros casos.
No
invalida ello su competencia profesional ni la de juzgar conforme a Derecho,
que es lo que esperamos de ellos y que es lo que hacen. Luego es cuando viene la verdadera politización de la
justicia, llevando a sus tribunales lo que los políticos no saben o
no quieren resolver o mediante afirmaciones, impropias, según las cuales sus
fallos son sesgados porque no gustan.
Pero,
si bien, al decir que son “jueces politizados”, no se llega abiertamente a la
acusación de que ello nubla sus fallos, y no parece que así sea, hay que comprobar
que hay dos alarmas encendidas. Una
para señalar que el procedimiento para escogerles debiera mejorarse.
Probablemente con reglas de selección de
candidatos que eliminen a los más comprometidos políticamente. Hasta
podría utilizarse el sorteo siempre que tengan suficiente experiencia y
ciertas especializaciones. ¿Por qué no? Es un método tan democrático como
otros.
Tenemos
un sistema constitucional con tres Poderes
independientes que, no obstante, se interrelacionan. Los electores
eligen al Parlamento y éste determina el Ejecutivo. Unos procesos políticos.
¿Quiénes deben elegir ciertos órganos judiciales y el Poder Judicial? ¿Los
electores? ¿El Parlamento? ¿El Gobierno? ¿Los propios jueces? ¿Debe ser un
proceso político o alejado de los políticos? ¿Cómo se garantiza mejor su
crucial independencia?
La
otra señal de alarma indica que nuestra
democracia está secuestrada por los partidos. Pequeños Napoleones
han sido escogidos para mantener orden, disciplina y coherencia en las actuaciones
políticas y en las votaciones parlamentarias. Lo que ocurre es que, en la práctica,
nuestros parlamentarios son, esencialmente,
peones en manos de sus partidos que
les seleccionan y les premian o castigan por su fidelidad más que por su
lealtad, que no es lo mismo.
Una
situación mejorable porque lo que está en juego
es la propia independencia de criterio del representante popular.
Dicho de otro modo, una vez conseguido un número determinado de escaños, parece
que es el partido el que se apropia de ellos y decide su empleo a través de sus
pequeños o grandes Bonapartes, pudiendo acabar el
parlamentario respondiendo más a su organización política que a sus electores.
Ello
es consecuencia del sistema de elección proporcional en circunscripciones
amplias mediante listas cerradas como es el nuestro. Hay otras fórmulas que confieren al parlamentario más independencia y
cercanía a sus electores. Una es la anglosajona
de elegir en una circunscripción uninominal, más reducida, solo al
candidato más votado. Otra es la francesa
de, asimismo, un sólo parlamentario por circunscripción, pero elegido a dos
vueltas si ninguno obtiene en la primera el 50% más uno de los votos,
sistema que, además, da más participación al elector en eventuales pactos entre
partidos entre vuelta y vuelta. También se puede uno fijar en el sistema alemán que combina listas nacionales con
circunscripciones unipersonales.
Soluciones
hay. Estas y otras. Lo que no hay es voluntad
política de mejorar nuestras
normas electorales con fórmulas que acerquen los elegidos a los electores y el
reparto de las circunscripciones a su realidad sociológica, reduciendo, consecuentemente,
el imperio desmedido de los Napoleones que van
más a lo suyo que a lo colectivo. Demasiadas veces parecen jugar
solo al juego de tocar o hundir los barcos del adversario. Decía Churchill que
la democracia, la liberal que tenemos en los países occidentales, es la menos
mala de todas las formas de gobernabilidad, pero ello no impide perfeccionarla.
Carlos Miranda, Embajador de España